domingo, 2 de septiembre de 2012

LA SUGERENCIA DEL CHEF: Las manos de mi Madre


Mi madre me recibió de las manos de mi abuela. O me entregó a mi abuela en el mismo gesto, no terminaré de comprender nunca como, durante toda mi vida pasé de las caricias tiernas de las manos blancas y hábiles a las manos pequeñas y encallecidas de mi madre.

Era yo muy pequeño y en una mañana húmeda y fría del altiplano, estaba sentado en las gradas de la casa de Chillogallo, observando, como las gotas de agua que resbalaban entre el musgo que se aferraba al barro rojo ennegrecido de las tejas iban formando una hilera regular de agujeros en el piso de tierra apisonada.
Tenía los dedos amoratados y duros del frío y del ejercicio peligroso de recoger moras silvestres, perfumadas, pequeñas, rosadas pero rodeadas de espinas.


En ollas muy viejas de hierro, que dejaron su asiento hace varias décadas sobre los carbones encendidos de los fogones de otras casas aun mas antiguas que esa, sobrevivían varias plantas de hojas suculentas y aterciopeladas, hinchadas monstruosamente por la tormenta cansina.

Tenía digo, frío, intenso como solo lo pueden reconocer los que crecimos en el campo. Lejos de mi, en las huertas, atrás de la casa fea y sólida, estaba mi madre, escarbando papas en el lodo y amontonandolas en un balde de hierro enlozado que era blanco por dentro y azul por fuera.

Tenía hambre, estaba solo. Me levanté y pisando los charcos de agua en donde culebreaban diminutas lombrices que se ahogaban, fuí arrastrando una punta empapada de suelo, de la soga que me había amarrado en un lado de la correa, como un vaquero y fuí a buscar a mi madre.
Cuando me vió llegar, se levantó y siempre con su hermoso cabello negro empapado bajo el sombrero de toquilla que se doblaba impasible bajo el peso aburrido de la llovizna y la neblina.
Se limpió las manos con una hoja ancha de las que medraban bajo la techumbre verde de esmeraldas cortantes de las hojas del maízal y me acarició el rostro.


Me tomó la mano oscura y regordeta, con una reloj dibujado en la muñeca, y me llevó de nuevo a la cocina.
Ahí nos dimos cuenta que la pipeta azul del gas estaba agotada. Pero ya era tarde y el hambre de los niños suele no tener el espíritu valeroso de los que solo ven llover.
Siempre con esa sonrisa ancha, que suena vigorosa, haciendo temblar los vidrios de las repisas, me llevó al pasillo de las gotas de lluvia y ahí en un rinconcito protegido del viento cortante por los cinco cipreses centenarios que frenaban como podían al viento que aullaba mientras corría furioso por los maizales, los pastos mojados, las piedras de la calle hasta llegar al río y su profunda quebrada. En ese rinconcito, mi madre puso unos ladrillos y una parrilla de hierro mojado.
Y arrodillada sobre la piedra congelada, con sus dos manos tomó las mías y me enseñó a soplar y proteger el fuego.
Poco a poco y aunque el humo picante de las ramas de eucalipto me hacía toser, también hacia que mis dedos se pongan tibios.
Sobre las brasas, tendimos unos choclos tiernos recién deshojados y un sartén tan negro como abollado donde unos trozos de fritada fueron recalentandose.
Me abracé a mi madre, me encogí dentro de su abrazo tibio y me quedé dormido.

Nunca mas he salido de ese encanto. Sigo estando ahí, aunque ahora cocine para grandes señores, para multitudes vociferantes y felices. Aunque levante torres de crocantes de almendra, que el caviar y el champagne caigan en cascada. Ahora que me visto de chaqueta blanca con banda azul, blanca y roja al cuello, que tengo bordadas las medallas de ordenes antiguas, sigue dentro de mí ese pequeño niño aterido, adormecido en la tibieza, aromado de humo, reconfortado de comida, arrullado por silbidos de comida en su punto, por llamas que acarician.
Sigo siendo, profundamente, las manos de mi madre.

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Carlos Fuentes

Carlos Fuentes
Chef ejecutivo, hizo sus estudios en Francia. Ha trabajado en Europa, en Estados Unidos, Panamá y Ecuador.