sábado, 1 de diciembre de 2012

LA SUGERENCIA DEL CHEF: el olor de tu almohada

Cuando la luz del amanecer entra por la ventana de mi habitación, me despierta y encuentro a mi lado este hermoso cuerpo, la espalda lisa que baja tierna con cada curva y cada valle y este olor que invade, que inunda y lo llena todo.

La sombra de las pestañas sobre los pómulos y las cejas perfectas. Moviéndose perezosamente sobre la almohada, tus rizos negros que cubren a medias tu frente pulida y hermosa.
Todo, todo e iluminado por este sol, en la que cumplo años. No es solamente la compañía perfecta, es el regalo y el premio de esta vida compleja y trabajada, recorrida y transitada.
Me quedo mirando y tocando levemente la maravilla; pero me tengo que levantar e ir a mi cocina. Mientras me pongo la chaqueta blanca y la abotono hasta el cuello, tu respiración se agita levemente y tus ojos se abren, como si otra luz me iluminara de frente, escondida como mi tesoro entre mis sábanas.

Al llegar a mi cocina, los pedidos y los presupuestos, entradas y salidas, las llamadas que no paran y los cocineros que se mueven frenéticos frente a mi para aprobar esta salsa o revisar el termino correcto de esta carne y el rojo impecable de los langostinos.

Al final de la tarde, cuando todo baja drásticamente su ritmo, hallo un tiempo para estar a solas y entro a la pastelería, para descansar un poco.
De pronto, algo en el aire, algo que se mete por mi nariz y sube directo hasta mis recuerdos.
Corteza fresca de naranja y algo de vainas de vainilla. Entonces como una iluminación, en una olla con algo de vino blanco, unas cortezas de naranjas amargas y su jugo, mientras se reduce el contenido a fuego lento se añaden las vainillas abiertas por la mitad.
Aparte unas claras de huevo batidas hasta alcanzar punto de merengue y un toque generoso de esencia de chocolate blanco. El azúcar se añade a ultimo momento y con mucho cuidado, para no ocultar los sabores naturales de los ingredientes.

Cuando se ha enfriado la reducción de vino y naranja, se añade crema de leche y un toque generoso de nuez moscada. Luego lentamente se incorpora el merengue de chocolate y esta listo para mandarlo a la turbina de congelar. El resultado al final es un helado blanco y perfumado, son este aroma profundo y penetrante que se esparce todos los días en mi almohada y entre las sábanas de mi cama.

Cuando se sirve este nuevo sabor como parte de la selección de postres de la semana, los meseros traen los mejores comentarios, seguramente aquellos que no te conocen también se han enamorado de ti y del perfume de tu piel, mientras yo, continúo avaricioso guardando mi tesoro único, mi premio.

viernes, 23 de noviembre de 2012

LA SUGERENCIA DEL CHEF: El Rabo

Y yo se que puede llamar a polémica esta afirmación, pero, debo hacerla. Yo creo firmemente que la mejor parte, la mas tierna, la que mas me incita, esta en la parte posterior, para no caer en gongorismos, me gusta el rabo.
Si, me hallo a gusto en esas opuestas latitudes, son incitantes, provocadoras y nunca dejo de comerme uno cuando se me ofrece. Y en ese campo, acepto que, si bien soy exigente con formas, texturas y sabor; no me fijo mucho en la procedencia, claro que mientras mas tierno mejor y si es grande es mas jugoso.

Cómo me gusta, cuando hallo uno bueno, deleitarme en sus circunvoluciones, acariciarlo y olerlo a gusto; hasta que llegue el momento glorioso en el que, extendido, ponga mis manos sobre el y proceda a usar en el de mis artes y mis mañas.

Para empezar; en una olla vaciamos un vaso de vino tinto y arrojamos en el unas cebolletas cortadas en trozos gruesos, unas tiras de tocino ahumado picadas muy finamente ayudarán a darle cuerpo al cocido. Mientras hierve el vino, cortamos un rabo de ternera, rosado y brillante, en trozos grandes. No hay que temerle al hueso, es mas si se rompen a golpes de cuchillo, liberaran tuétano, blanco y grasiento que ayuda a perfumar y es rico como pocas cosas en la vida.
Cuando empiece a hervir, vamos soltando una tras otra: orégano molido entre las manos del cocinero, unas hojas de laurel, un puñado de aceitunas, con hueso mejor que rellenas y ya entrando en gastos, uno o dos calabacines picados en dados gruesos
Si el liquido se reduce, le añadimos un vaso de agua y mantenemos el nivel hasta que el rabo este cocido y se desprenda en hilachas consistentes.

A mi me gusta cortar su fuerte sabor con un toque de naranja dulce y luego rectificar con sal  pimienta negra recién molida, dar un toque ligero de aceite de oliva y taparlo mientras la cocción se termina y la olla resuma el sabor del apreciado apéndice.

En esta cocina nueva, todavía no me encuentro a gusto, pero se donde están las copas. Y para este plato nada mejor que un syrah elegante, argentino y maduro para que de alguna manera casi mística maride los fuertes ataques del rabo joven.
Toda la cocina esta inundada de vapor. El aroma que desprende este cocido me inspira para hervir un poco de agua, añadirle sal en grano y un chorro de aceite para cocinar unos farfalle, los fideos en forma de lazo, suben y bajan, agitados, mojándose, calentándose. No les damos mucho tiempo, quizás unos minutos mas porque esta es ciudad de altura y el agua no hierve a la temperatura decente del resto de aguas.
Parece que le perfume de mi cena ha llamado a mi asistente de esta noche, que con sus largas piernas entra en la cocina como entran, insolentes, los caballos en batalla.

Sobre un plato caliente, una generosa porción de farfalle y sobre estos como salsa, a modo de culpa y calvario, el guiso espeso de rabo de ternera y aceitunas.
Quizás, algo de brillo de ultima hora, pero no ya de aceite extra virgen, hemos entrado en los terrenos del pecado y la gula, así que sobre el guiso que humea dejemos caer un dado generosos de mantequilla sin sal.
Todo esto sobre la mesa y mientras mi visita de esta noche moja sus labios en el vino perfectamente chambreado, yo me fijo en la mantequilla que ha dejado sobre la mesa, olvidada o puesta, en realidad ya nada importa, tan solo la forma ágil en la que cae su pantalón y empezamos a rememorar el ultimo tango en Paris.

lunes, 19 de noviembre de 2012

LA SUGERENCIA DEL CHEF: El risotto de tres hongos

Desde hace mucho tiempo los lunes se volvieron mis domingos.
desnaturalizados y perversos, mientras miro por las ventanas a los demás correr agitados a sus oficios. Me dispongo a lentamente retomar mi vida. Los tranquilos y largos rituales de la ducha, la casi obsesiva revisión de correos electrónicos, los libros abiertos, las revistas esperando un mejor momento, la paz compulsiva.

En cierta forma es como terminar algo, que es como empezar. He invitado a alguien a quien quiero mucho a almorzar conmigo, porque quiero homenajear el recuerdo de todo el cariño que nos tenemos y los días en los que, cuando dormíamos juntos las noches se pasaban tranquilas y ligeras como las sábanas lisas de esa cama que compartimos.

Pero en la vida, tenemos que apostar siempre por la pasión, desde todos los puntos, desde las infinitas posibilidades, la pasión, el fuego, la carne y el sudor imposible de dos cuerpos que se untan donde se hunden y el empuje de vida que se entregan uno al otro.
El amor es una cuestión de aforos, los encuentros en los que todo se convierte en besos pausados en labios tibios, donde el colchón ha empezado a ser el sillón de lectura de dos hermanos, termina llenando la copa e inevitablemente derramar su contenido a otros cuerpos que se brinden pasajeros o mercenarios.

Para decir cuanto te quiero y cuanto siento no seguir amándote como un hermano, he traído portabellos,  griminni y shiitake.
En el sartén caliente, un chorro de aceite de oliva y en el tres dientes de ajo, hermosos en su pungente rosa y blanco.
Cebolla cortada con precisión de artesano y cuatro puñados de arroz arborio.
Cuando los granos se tornan transparentes, con una opalescencia delatadora, hemos de vaciar una copa del vino que estoy tomando desde temprano en la mañana.
Y en ella voy soltando uno tras otro los hongos picados gruesos.

El único secreto para preparar risotto, es no abandonarlo jamás; como lo he hecho contigo, como tu lo has venido haciendo conmigo, dedicarle el esfuerzo de moverlo con mi cuchara de madera de álamo, para que la cocción en el sartén sea uniforme. Para que el mover circular de los granos en el liquido perfumado vaya sacando poco a poco el almidón del arroz y le de esa textura cremosa, elegante y tierna.

Hay que encontrar lo mejor de cada uno, yo lo he hecho.
Tres veces pide líquido el arroz en su borboteante preparación, he vaciado mi copa una vez y luego he puesto caldo de verduras para apagar la sed de esta aromática preparación.

antes de terminar, he soltado un dado generoso de mantequilla helada y un puñado grande de queso parmesano rallado, para mantecarlo, para asegurar su aromática superficie brillante, su delicado contraste de sabor entre los granos de arroz y el ragú de hongos silvestres.

Una porción de perejil fresco recién picado y quizás unas hojas de rúgula antes de servirlo en nuestros platos.

Ahora que has llegado a mi casa, sonriente y esplendido como siempre, levantamos una copa de un merlot rosé por los buenos tiempos; no, no esos que pasaron, sino todos estos que vienen por delante ahora que hemos comprendido que de una forma u otra seguiremos acompañandonos, como amigos, como esos hermanos que la vida se esforzó por juntar, a través del tiempo, de miles de kilómetros, de otras personas y de estas risas que marcan, levantan, elevan, acompañan, enternecen, adormecen y dicen: hasta siempre!

domingo, 2 de septiembre de 2012

LA SUGERENCIA DEL CHEF: Carlos

La increíble Marcela Noriega, escritora talentosa y poeta de palabras profundas, escribió esto, para mi. 



"Tu voz tempestuosa, a lo lejos, suena como un trueno triste, tiene los sabores de un bandoneón irreverente, de una salida al mar, de un adiós dicho en secreto. Tú, jugador insaciable de la posibilidad, diestro en el arte de caer, animal de caza dispuesto a ser la presa, a comer del cuerpo desnudo del amor, me miras y un eco doblado en tres partes palpita en tu sombra. Eres el artilugio del pecado, la sensación de la locura, pero también el haz de luz que a veces irrumpe en mi mañana sin sentido. Ahora tu alma está encorvada, cosida con hilos rotos, y tu luz se ha transformado en el duelo de un ave. 

No ver pasar al mundo desde el balcón trae consecuencias. No quedarse fisgoneando a los demás y agarrar a la vida de brazos y piernas a veces es doloroso. Porque a la vida, como a ti, le gusta ser perseguida, le gusta evadirse, camuflarse, arrebatar, dejarnos. Un día nos dejará como si no nos conociera, como si jamás la hubiéramos amado. Nos dejará sin contemplación, como dejó a tu gemelo. Quizá nosotros le ganemos la partida, y podamos decirnos adiós. " 

LA SUGERENCIA DEL CHEF: La angosta via

El calor de la tarde sube con el vapor, mientras la luz del sol se filtra entre las hojas del mangle y lanza manchas de sol y sombra sobre las espaldas negras y desnudas que se agachan rítmicamente mientras los hombres hunden sus manos en los agujeros del inmenso lodazal; los cuerpos sudados y grises de lodo que suben y bajan mientras entre las ramas los loros amarillos vuelan asustados por los movimientos sigilosos de una víbora que, infinitamente verde, se mueve ágil y tiesa entre las hojas.
Cerca, se escucha el trique traque asustado de los cangrejos que huyen levantando amenazadores sus tenazas azuladas.
Una angosta canoa flota cabeceando el perezoso embate de la corriente en el estero y los hombres la jalan por turnos para arrojar en su interior inundado a medias, las enormes conchas pata de mula.

El olor del agua verdosa, del tibio lodazal, del aire denso y de las oscuras pieles, todo es igual. Profundo y fuerte como una garra que entra por la nariz y quema los pulmones, bajando hasta llegar al sexo y quedarse ahí en un nudo endurecido, todo huele a cuerpos duros y sudados de tierra caliente y hembra.
Cuando el sol cae entre la espesura del manglar y empieza a ensangrentar los esteros regresamos sobre la panga cargada que empujamos con golpes de remo.

Al llegar a la casa, la hija menor, enciende el brasero y con un cuchillo afilado, va abriendo las valvas pegajosas y con un rápido movimiento de muñeca despega a las conchas separando la carne y la tinta.
La noche esta tierna, caliente. La luna que esperaba su momento empieza a bailar en el cielo mas estrellado que haya visto.
Sobre una tabla y con un cuchillo afilado, voy picando finamente la rojiza carne de la pata de mula.
Sobre un sartén al fuego, un poco de mantequilla, cebolla paiteña picada muy finamente, orégano y las conchas troceadas. Cuando estas empiezan a ablandarse añadimos de un solo golpe sal y orégano suficiente y algo de las puntas con hielo que estoy tomando; para apagar el fuego azulino del alcohol, el jugo de tres limones.

Siempre atrás de las paredes de caña guadua, se deja ver o se mal esconde la niña mujer, curioseando y riendo con el descaro de su edad y el sabor de su piel.

Aparte he tomado harina de maíz y la he mezclado con la sangre de las conchas, algo de manteca de cerdo y sal, hasta formar una masa suave y consistente que voy rellenando con la carne del molusco, para formar unas bonitísimas, esas tortillitas de maíz propias de la sierra, ahora transfiguradas en esta mezcla sabrosa y pecadora.
Las voy tostando sobre el tiesto, directamente sobre el fuego. Y se las voy entregando. 
Y el aroma del maíz con la concha tostada es el mismo que espero en la noche, cuando baile, dulcemente, excitante. Cuando mis caricias le quiten sus ropas ligeras y gastadas para dejarme ver por fin, el origen del olor que se esconde entre las redondas firmezas de su cuerpo, cuando baje por fin mi boca ansiosa por la línea de su espalda y la bese largamente, embriagado con la certeza de que esta noche negra, hembra y profunda, me hartaré del sabor de marisma y recorreremos juntos esa angosta vía.

LA SUGERENCIA DEL CHEF: Francia, mon amour!

Cuando la aurora extiende sus dedos rosas sobre la ciudad, como una sábana de luz y tibieza que se extiende por cada calle, por cada rincón, aun Montmartre se encuentra grisáceo por la noche que se niega a desenamorarse de Paris. 

Lentamente, uno a uno pero con orden constante, se van abriendo las ventanas y las puertas de las boulangeries; las panaderías de barrio en donde desde las tres de la madrugada, la harina, la leche la mantequilla y los huevos se han estado mezclando en alquimica proporción, con levaduras antiguas, para formar los panes deliciosos que salen dorados de la boca de los hornos. 

Así la mañana parisina se llena de los olores de las baguettes, las flautas, y sobre todo de esa magnífica creación de masa olorosa y saturada de mantequilla, el croissant, que con forma de media luna se asienta en los platillos junto al café con leche de la mañana. 
Cada año, todas las panaderías de Francia, pero sobre todo las de la zona metropolitana de Paris, se disputan el honor de hacer la mejor baguette. 
Jurados expertos, ceñudos y graves, se agachan sobre las doradas barras de pan y entre que las rascan y las huelen, las parten y las miran y luego las saborean, van dictaminando sobre las cualidades de la mejor de todas las baguettes de Francia que además de premio en metálico, considerable, se ganan el honor de ser los proveedores oficiales del Eliseo y el Patisseur adquiere el codiciado titulo de Obrero de Francia. 

Conforme avanza la mañana, los olores van cambiando. Y de pronto, como si se hubieran puesto de acuerdo, surge de cada rincón antiguo, detrás de los cristales de las puertas blanqueadas y con cristales dobles, el olor acre del vino nuevo. 
El corcho deja salir los aromas del vino. La tierra, la madera, cuero, resina, pimienta, café, frutas rojas, vainilla y demás se entremezclan como una trenza con los quesos. 

Trillado puede parecer pero Francia sigue guardando la tradición de sus sabores y sigue entendiéndose la vida como tal a través de las cosas que conservan sus sabores auténticos. En las cocinas francesas, se mira con desconfianza todo aquello que pueda parecer artificial. Y a eso huele la mañana. 
Caminando por el Quartier de la Madeleine, encuentro un pequeñísimo bistrot, no es precisamente un barrio turístico y la comida que se hace en la cocina está mas prevista para los vecinos y la gente que trabaja cerca. Para entendernos es un almorzadero de barrio. Y sin embargo el menú del día es esplendoroso. 
La entrada es una gallaitte, una preparación rabiosamente local, en ningún otro lugar se puede encontrar algo parecido y aunque es simple es casi imposible replicar su sabor profundo. Nada mas simple dijimos que esta crepe, en cuyo interior se han depositado unas lonchas de jamón curado y algo de queso Pont l’eveque y un huevo frito. Frito con todo el arte, es decir, redondo, con la clara cocida, blanca y firme y la yema liquida, perfecto y con un leve toque de cebollino, una maravilla en si mismo. 

A la entrada le sigue una crema de vegetales y pescado al estilo de la bouillabaise, servida en unos pozuelos de cerámica blanca con unos francesisimos leones y cubierta con el omnipresente hojaldre que se ha dorado en el hornito minúsculo de la cocina que se arrincona en el cuarto trasero con pisos de madera y un mesón hecho con un tronco que ha perdido su grosor original con la rasqueta que le pasa la dueña luego de cada servicio. 

Apenas terminada la caliente sopa, unos muslos de gallo de Bréese cocidos en vino joven y remojados en crema, ligeros pero suficientes, con unas tajadas de terrine de espárragos, jamón y papas. 

El postre es un petit suisse, esos quesitos extra grasos que son imposibles de conseguir fuera de Francia, ya que su contenido de grasa, mas del 75%, hacen que no se puedan conservar muy bien. El postre decía, es un petit suisse con una cucharada de mermelada de grosellas. 

Esos son los sabores de esta mañana y este almuerzo, popular. Comidas buenas como no he probado otra en mucho tiempo. Todo empujado por copas baratísimas de Beaujoulais nouveau. 

Ahora que la tarde cae, me voy caminando lento, refugiado en tu hermosa mano y con el viento que sopla indecente metiéndose entre tus piernas, por la rue Saint Sulpice hasta llegar a la plaza. Ahí me pierdo en tus ojos grises y solo el reflejo pálido de este sol moribundo de septiembre me lleva a seguir el rastro del olor de almendras que sale del 72 de la rue Bonaparte y me aferro a ti y sigo con las hojas que campanean en esta la ciudad que amo como a ninguna otra. 

LA SUGERENCIA DEL CHEF: Tamales

La tarde se empeña en no dejarse caer. El cielo azulea entre varias parcelas algodonosas y rosadas, es caliente el viento de la tarde de nochebuena.

Después de mucho correr y sudar, mucho tráfago de cocina, he vuelto por fin a esta casa de tejas donde gasté muchas rodillas de pantalones cuando era niño.

El horno encendido devora los troncos perfumados del ciprés. Y en algún rincón de la casa, el musgo y las zagalitas frescas del nacimiento, sueltan su aroma de bosque recién cortado.


Buscando en oscuro lado he encontrado la paila de bronce que atesoraba mi abuela, cubierta de polvo y recuerdos.

la llevo al fuego y pongo a hervir y desleír un bloque de panela, cuando el agua oscura y dulce empieza a borbotear, voy soltando poco a poco grandes trozos de carne de cerdo sazonada con sal, pimienta, comino y mucho achiote.


Y me voy; mientras la carne va tomando el oscuro rojo de los ladrillos viejos. Me voy a buscar algo de harina de maiz y manteca de cerdo. Encuentro unas funda de maní de Loja y unas cebollas coloradas, redondas hermosas, como bombillos rojos de tan encendidas.

La barriga negra de la paila, que se asienta sobre las brasas, recibe como vecino un sartén. Donde voy tostando lento, los granos de maní, hasta que se dejen pelar fácilmente.

Siempre voy agregando un poco más de agua en la paila, conservando el nivel hasta que el cerdo esté cocido.

Una vez esto, retiro la carne aromática y en el caldo dulzón añado el harina de maiz.

Ahí es cuando ayudado por una cuchara de madera voy mezclando, siempre sobre el fuego, con fuerza, con mucha fuerza, para que no se queme la masa.


Pasado este paso, añado la manteca de cerdo. Mientras más mejor, ya que así se logra un tamal brillante, suave, que se desmorona al más leve contacto.

Aparte sobre un sartén, mantequilla y sobre ella la cebolla picada finamente, el maní licuado con leche y la carne hervida y picada.

Este será el relleno que pondremos en el interior de la generosa tortilla de masa de maiz dulce y que envolveremos, en un todo, con hojas de atchira.


y a la olla, en donde el vapor, recocerá al tamal para dejar escapar entre las junturas de las hojas ese perfume único, de tierra pacificada, de melaza apaciguada por el maiz.


Por la estrecha ventana de esta cocina vieja, puedo ver las estrellas que titilan y cuando me abruman los recuerdos de otras navidades, viene hacia mí, despacio con sus pequeños pasos, mi hija.

Y con esa sonrisa clara y sus ojos como espejos nos sentamos a comer estos tamales de nochebuena.

Tan solo nosotros dos, frente a frente, con villancicos de fondo pero sobre todo con esta receta; de mi abuela, de su madre, que pasó sin que nadie la escriba, por todas esas manos, muy parecidas a las nuestras; para que ahora los empujemos con una copa de buen vino y la segura sensación de que nos tenemos el uno al otro. 

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Carlos Fuentes

Carlos Fuentes
Chef ejecutivo, hizo sus estudios en Francia. Ha trabajado en Europa, en Estados Unidos, Panamá y Ecuador.