Cuando se suelta el resorte y salta la pequeña navaja en forma de espuela empieza, para mi, uno de los mas sensuales rituales de la vida.
Lentamente se corta el capuchón y se clava el espiral en el corcho para luego con un breve esfuerzo hacerlo salir sin que gima la botella.
Y se riega en la copa, alegría contenida por un corcho noble.
Así mismo, luego del saqueo nocturno y empapado en sudor, voy hacia el bar a escoger entre los cuellos de vidrio verde, cristal amarillento o rosado; el líquido que acompañe al sabor de esta piel inquieta. Alguna vez en medio de un tránsito de amores y con la cara enterrada entre unos muslos morenos, tomé un descanso y al probar una copa llena a medias con un malbec robusto, mi lengua restalló con el sabor del vino y los sabores más profundos de ese coño enrojecido y depilado.
Al volver con los labios húmedos a besar sus otros, el vino sobre mi lengua la sensibilizó aún mas, si fuera posible y explotó en mi cara mientras sus uñas se clavaban convulsas en mis sábanas y caían goterones de sudor desde la punta firme de sus senos hasta el ombligo vertical.
El resto fue como entrar en la cocina y experimentar. Aprovechar la forma de la copa de flauta para regar con Bollinger del 89 a una rubia pálida y caliente.
El malbec, mientras más argentino mejor, parece ser el maridaje perfecto, nunca mejor dicho para cortar el sabor potente que se esconde profundo entre los muslos morenos y duros.
Hay mujeres deliciosas que van por la vida alegres y ligeras y como ellas es exactamente el chardonnay que enfría la lengua y les brinda esa diferencia de temperaturas de último momento que como un lenguado chaud-froid, se entrega sin secretos, con una honestidad tan brutal que es en si misma un delicado manjar.
Los delirantes resultados de mojar ligeramente un monte abultado, de piel tostada y sabor manabita con unos tragos templados de riesling chileno o la locura desatada por mi lengua impregnada de pernod, anisado donde los haya, cuando hurgaba las interioridades de una mujer mucho mayor que el añejado.
Una copa llena de bruma o paradoja son excelentes opciones. Pero ahora que me encuentro en trance de probar solo delicias; me oculto cada noche (y mañana y tarde, si es posible), entre estos muslos tostados y firmes y en medio de lamidas y sorbos de mi Château L’Evangile Pomerol, voy girándote sobre ti misma y ahí, en el mas opuesto sitio, plantarte mi beso húmedo, mi ansiosa lengua mas que viperina y enterrado en ti proclamar que Bernard Shaw se equivocaba rotundamente cuando dijo que no hay amor mas sincero que el que se siente por la comida.
Lentamente se corta el capuchón y se clava el espiral en el corcho para luego con un breve esfuerzo hacerlo salir sin que gima la botella.
Y se riega en la copa, alegría contenida por un corcho noble.
Así mismo, luego del saqueo nocturno y empapado en sudor, voy hacia el bar a escoger entre los cuellos de vidrio verde, cristal amarillento o rosado; el líquido que acompañe al sabor de esta piel inquieta. Alguna vez en medio de un tránsito de amores y con la cara enterrada entre unos muslos morenos, tomé un descanso y al probar una copa llena a medias con un malbec robusto, mi lengua restalló con el sabor del vino y los sabores más profundos de ese coño enrojecido y depilado.
Al volver con los labios húmedos a besar sus otros, el vino sobre mi lengua la sensibilizó aún mas, si fuera posible y explotó en mi cara mientras sus uñas se clavaban convulsas en mis sábanas y caían goterones de sudor desde la punta firme de sus senos hasta el ombligo vertical.
El resto fue como entrar en la cocina y experimentar. Aprovechar la forma de la copa de flauta para regar con Bollinger del 89 a una rubia pálida y caliente.
El malbec, mientras más argentino mejor, parece ser el maridaje perfecto, nunca mejor dicho para cortar el sabor potente que se esconde profundo entre los muslos morenos y duros.
Hay mujeres deliciosas que van por la vida alegres y ligeras y como ellas es exactamente el chardonnay que enfría la lengua y les brinda esa diferencia de temperaturas de último momento que como un lenguado chaud-froid, se entrega sin secretos, con una honestidad tan brutal que es en si misma un delicado manjar.
Los delirantes resultados de mojar ligeramente un monte abultado, de piel tostada y sabor manabita con unos tragos templados de riesling chileno o la locura desatada por mi lengua impregnada de pernod, anisado donde los haya, cuando hurgaba las interioridades de una mujer mucho mayor que el añejado.
Una copa llena de bruma o paradoja son excelentes opciones. Pero ahora que me encuentro en trance de probar solo delicias; me oculto cada noche (y mañana y tarde, si es posible), entre estos muslos tostados y firmes y en medio de lamidas y sorbos de mi Château L’Evangile Pomerol, voy girándote sobre ti misma y ahí, en el mas opuesto sitio, plantarte mi beso húmedo, mi ansiosa lengua mas que viperina y enterrado en ti proclamar que Bernard Shaw se equivocaba rotundamente cuando dijo que no hay amor mas sincero que el que se siente por la comida.
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