domingo, 2 de septiembre de 2012

LA SUGERENCIA DEL CHEF: La Sal

“… Y si la sal perdiera su sabor ¿Quién podrá salarla?” El problema es que la sal ya ha perdido su sabor y generación tras generación hemos olvidado a que sabía. 
No es el mismo sabor primigenio, ese sudor de la tierra o lágrima de mar, que solía ser; es mas bien una amalgama extraña de sabores acres y ácidos, que escocen la lengua y malgenian al paladar. 

He escuchado de ciertas tribus que habitan en la amazonia, lejos de cualquier salar, poblaciones que deben encontrar minerales mientras mastican lenta, pausadamente una bola de arcilla de las riveras del río. 
Gentes felices, que mientras saltan y corren en pelota por el jardín de los dioses, deben quemar hasta la ceniza las raíces de los mangles para encontrar algo de sodio que active sus riñones pero también ese sabor, uno de los cinco originales, que es tratado con la festiva alegría de quien recibe una golosina. 

En otro lado y con más ropa trabajan las personas que siguen arrancando la sal de roca de las minas de la sierra. En el Chota, entre las tierras amarillentas y ferruginosas que forman las colinas que bordean los extensos cañaverales, se encuentra Salinas y ahí mismo, alejada de todos y todo, oculta, guardada en secreto se halla la tercera mejor sal natural del mundo y la segunda en calificación por su origen exótico. 

La sal rosa del Chota, que se extrae en unas motas de color rosado profundo, de las pailas en donde hierve el agua que ha lavado durante varios días las rocas y la arcilla que sacan de la tierra, con infinito esfuerzo, los negros que provienen de esos mismos que fueran esclavos en esa tierra. 

Mi abuelo, que recuerda mucho, nos contaba de esos bloques redondos y cristalinos que se cargaban en mulas para llevarlos lejos. 
Y también del fuego crepitante y la paila de bronce. Del calor insoportable dentro de la choza de adobe rojo y techo de bagazo de caña de azúcar, donde las negras espaldas, lustrosas de sudor, hervían la salmuera hasta condensarla en moldes o granearla en largas bateas de madera. 

En esta tarde de inicios de verano, me ha llegado un hermoso pargo, al que relleno con varios puñados de perejil, cebollino y dos o tres hojas de eucalipto y luego cubro prolijamente con laminas de ajo y motas finas de sal rosa del Chota y lo envuelvo en un lienzo limpio. 
En el horno, el pargo en su bandeja va humedeciendo la tela de algodón, que sube y baja con un ritmo constante de respiración, ahí lo dejo durmiendo sus glorias, hasta que yo termine con la mantequilla que he puesto en el sartén de hierro, perejil picado y camarones, un chorro largo de vino blanco y crema de leche para formar una salsa brillante y perfecta que va a bañar el pescado que, tras su fuego y su sombra, sale enjuto y acartonado. 

En la mesa abro la rígida tela tostada y surge, perfumada, desmoronándose, esperando un diente, la carne blanca del pargo, el ajo crocante y el sabor ahumado de la sal. 
¿No es esto felicidad? 

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Carlos Fuentes

Carlos Fuentes
Chef ejecutivo, hizo sus estudios en Francia. Ha trabajado en Europa, en Estados Unidos, Panamá y Ecuador.