domingo, 2 de septiembre de 2012

LA SUGERENCIA DEL CHEF: Carlos

La increíble Marcela Noriega, escritora talentosa y poeta de palabras profundas, escribió esto, para mi. 



"Tu voz tempestuosa, a lo lejos, suena como un trueno triste, tiene los sabores de un bandoneón irreverente, de una salida al mar, de un adiós dicho en secreto. Tú, jugador insaciable de la posibilidad, diestro en el arte de caer, animal de caza dispuesto a ser la presa, a comer del cuerpo desnudo del amor, me miras y un eco doblado en tres partes palpita en tu sombra. Eres el artilugio del pecado, la sensación de la locura, pero también el haz de luz que a veces irrumpe en mi mañana sin sentido. Ahora tu alma está encorvada, cosida con hilos rotos, y tu luz se ha transformado en el duelo de un ave. 

No ver pasar al mundo desde el balcón trae consecuencias. No quedarse fisgoneando a los demás y agarrar a la vida de brazos y piernas a veces es doloroso. Porque a la vida, como a ti, le gusta ser perseguida, le gusta evadirse, camuflarse, arrebatar, dejarnos. Un día nos dejará como si no nos conociera, como si jamás la hubiéramos amado. Nos dejará sin contemplación, como dejó a tu gemelo. Quizá nosotros le ganemos la partida, y podamos decirnos adiós. " 

LA SUGERENCIA DEL CHEF: La angosta via

El calor de la tarde sube con el vapor, mientras la luz del sol se filtra entre las hojas del mangle y lanza manchas de sol y sombra sobre las espaldas negras y desnudas que se agachan rítmicamente mientras los hombres hunden sus manos en los agujeros del inmenso lodazal; los cuerpos sudados y grises de lodo que suben y bajan mientras entre las ramas los loros amarillos vuelan asustados por los movimientos sigilosos de una víbora que, infinitamente verde, se mueve ágil y tiesa entre las hojas.
Cerca, se escucha el trique traque asustado de los cangrejos que huyen levantando amenazadores sus tenazas azuladas.
Una angosta canoa flota cabeceando el perezoso embate de la corriente en el estero y los hombres la jalan por turnos para arrojar en su interior inundado a medias, las enormes conchas pata de mula.

El olor del agua verdosa, del tibio lodazal, del aire denso y de las oscuras pieles, todo es igual. Profundo y fuerte como una garra que entra por la nariz y quema los pulmones, bajando hasta llegar al sexo y quedarse ahí en un nudo endurecido, todo huele a cuerpos duros y sudados de tierra caliente y hembra.
Cuando el sol cae entre la espesura del manglar y empieza a ensangrentar los esteros regresamos sobre la panga cargada que empujamos con golpes de remo.

Al llegar a la casa, la hija menor, enciende el brasero y con un cuchillo afilado, va abriendo las valvas pegajosas y con un rápido movimiento de muñeca despega a las conchas separando la carne y la tinta.
La noche esta tierna, caliente. La luna que esperaba su momento empieza a bailar en el cielo mas estrellado que haya visto.
Sobre una tabla y con un cuchillo afilado, voy picando finamente la rojiza carne de la pata de mula.
Sobre un sartén al fuego, un poco de mantequilla, cebolla paiteña picada muy finamente, orégano y las conchas troceadas. Cuando estas empiezan a ablandarse añadimos de un solo golpe sal y orégano suficiente y algo de las puntas con hielo que estoy tomando; para apagar el fuego azulino del alcohol, el jugo de tres limones.

Siempre atrás de las paredes de caña guadua, se deja ver o se mal esconde la niña mujer, curioseando y riendo con el descaro de su edad y el sabor de su piel.

Aparte he tomado harina de maíz y la he mezclado con la sangre de las conchas, algo de manteca de cerdo y sal, hasta formar una masa suave y consistente que voy rellenando con la carne del molusco, para formar unas bonitísimas, esas tortillitas de maíz propias de la sierra, ahora transfiguradas en esta mezcla sabrosa y pecadora.
Las voy tostando sobre el tiesto, directamente sobre el fuego. Y se las voy entregando. 
Y el aroma del maíz con la concha tostada es el mismo que espero en la noche, cuando baile, dulcemente, excitante. Cuando mis caricias le quiten sus ropas ligeras y gastadas para dejarme ver por fin, el origen del olor que se esconde entre las redondas firmezas de su cuerpo, cuando baje por fin mi boca ansiosa por la línea de su espalda y la bese largamente, embriagado con la certeza de que esta noche negra, hembra y profunda, me hartaré del sabor de marisma y recorreremos juntos esa angosta vía.

LA SUGERENCIA DEL CHEF: Francia, mon amour!

Cuando la aurora extiende sus dedos rosas sobre la ciudad, como una sábana de luz y tibieza que se extiende por cada calle, por cada rincón, aun Montmartre se encuentra grisáceo por la noche que se niega a desenamorarse de Paris. 

Lentamente, uno a uno pero con orden constante, se van abriendo las ventanas y las puertas de las boulangeries; las panaderías de barrio en donde desde las tres de la madrugada, la harina, la leche la mantequilla y los huevos se han estado mezclando en alquimica proporción, con levaduras antiguas, para formar los panes deliciosos que salen dorados de la boca de los hornos. 

Así la mañana parisina se llena de los olores de las baguettes, las flautas, y sobre todo de esa magnífica creación de masa olorosa y saturada de mantequilla, el croissant, que con forma de media luna se asienta en los platillos junto al café con leche de la mañana. 
Cada año, todas las panaderías de Francia, pero sobre todo las de la zona metropolitana de Paris, se disputan el honor de hacer la mejor baguette. 
Jurados expertos, ceñudos y graves, se agachan sobre las doradas barras de pan y entre que las rascan y las huelen, las parten y las miran y luego las saborean, van dictaminando sobre las cualidades de la mejor de todas las baguettes de Francia que además de premio en metálico, considerable, se ganan el honor de ser los proveedores oficiales del Eliseo y el Patisseur adquiere el codiciado titulo de Obrero de Francia. 

Conforme avanza la mañana, los olores van cambiando. Y de pronto, como si se hubieran puesto de acuerdo, surge de cada rincón antiguo, detrás de los cristales de las puertas blanqueadas y con cristales dobles, el olor acre del vino nuevo. 
El corcho deja salir los aromas del vino. La tierra, la madera, cuero, resina, pimienta, café, frutas rojas, vainilla y demás se entremezclan como una trenza con los quesos. 

Trillado puede parecer pero Francia sigue guardando la tradición de sus sabores y sigue entendiéndose la vida como tal a través de las cosas que conservan sus sabores auténticos. En las cocinas francesas, se mira con desconfianza todo aquello que pueda parecer artificial. Y a eso huele la mañana. 
Caminando por el Quartier de la Madeleine, encuentro un pequeñísimo bistrot, no es precisamente un barrio turístico y la comida que se hace en la cocina está mas prevista para los vecinos y la gente que trabaja cerca. Para entendernos es un almorzadero de barrio. Y sin embargo el menú del día es esplendoroso. 
La entrada es una gallaitte, una preparación rabiosamente local, en ningún otro lugar se puede encontrar algo parecido y aunque es simple es casi imposible replicar su sabor profundo. Nada mas simple dijimos que esta crepe, en cuyo interior se han depositado unas lonchas de jamón curado y algo de queso Pont l’eveque y un huevo frito. Frito con todo el arte, es decir, redondo, con la clara cocida, blanca y firme y la yema liquida, perfecto y con un leve toque de cebollino, una maravilla en si mismo. 

A la entrada le sigue una crema de vegetales y pescado al estilo de la bouillabaise, servida en unos pozuelos de cerámica blanca con unos francesisimos leones y cubierta con el omnipresente hojaldre que se ha dorado en el hornito minúsculo de la cocina que se arrincona en el cuarto trasero con pisos de madera y un mesón hecho con un tronco que ha perdido su grosor original con la rasqueta que le pasa la dueña luego de cada servicio. 

Apenas terminada la caliente sopa, unos muslos de gallo de Bréese cocidos en vino joven y remojados en crema, ligeros pero suficientes, con unas tajadas de terrine de espárragos, jamón y papas. 

El postre es un petit suisse, esos quesitos extra grasos que son imposibles de conseguir fuera de Francia, ya que su contenido de grasa, mas del 75%, hacen que no se puedan conservar muy bien. El postre decía, es un petit suisse con una cucharada de mermelada de grosellas. 

Esos son los sabores de esta mañana y este almuerzo, popular. Comidas buenas como no he probado otra en mucho tiempo. Todo empujado por copas baratísimas de Beaujoulais nouveau. 

Ahora que la tarde cae, me voy caminando lento, refugiado en tu hermosa mano y con el viento que sopla indecente metiéndose entre tus piernas, por la rue Saint Sulpice hasta llegar a la plaza. Ahí me pierdo en tus ojos grises y solo el reflejo pálido de este sol moribundo de septiembre me lleva a seguir el rastro del olor de almendras que sale del 72 de la rue Bonaparte y me aferro a ti y sigo con las hojas que campanean en esta la ciudad que amo como a ninguna otra. 

LA SUGERENCIA DEL CHEF: Tamales

La tarde se empeña en no dejarse caer. El cielo azulea entre varias parcelas algodonosas y rosadas, es caliente el viento de la tarde de nochebuena.

Después de mucho correr y sudar, mucho tráfago de cocina, he vuelto por fin a esta casa de tejas donde gasté muchas rodillas de pantalones cuando era niño.

El horno encendido devora los troncos perfumados del ciprés. Y en algún rincón de la casa, el musgo y las zagalitas frescas del nacimiento, sueltan su aroma de bosque recién cortado.


Buscando en oscuro lado he encontrado la paila de bronce que atesoraba mi abuela, cubierta de polvo y recuerdos.

la llevo al fuego y pongo a hervir y desleír un bloque de panela, cuando el agua oscura y dulce empieza a borbotear, voy soltando poco a poco grandes trozos de carne de cerdo sazonada con sal, pimienta, comino y mucho achiote.


Y me voy; mientras la carne va tomando el oscuro rojo de los ladrillos viejos. Me voy a buscar algo de harina de maiz y manteca de cerdo. Encuentro unas funda de maní de Loja y unas cebollas coloradas, redondas hermosas, como bombillos rojos de tan encendidas.

La barriga negra de la paila, que se asienta sobre las brasas, recibe como vecino un sartén. Donde voy tostando lento, los granos de maní, hasta que se dejen pelar fácilmente.

Siempre voy agregando un poco más de agua en la paila, conservando el nivel hasta que el cerdo esté cocido.

Una vez esto, retiro la carne aromática y en el caldo dulzón añado el harina de maiz.

Ahí es cuando ayudado por una cuchara de madera voy mezclando, siempre sobre el fuego, con fuerza, con mucha fuerza, para que no se queme la masa.


Pasado este paso, añado la manteca de cerdo. Mientras más mejor, ya que así se logra un tamal brillante, suave, que se desmorona al más leve contacto.

Aparte sobre un sartén, mantequilla y sobre ella la cebolla picada finamente, el maní licuado con leche y la carne hervida y picada.

Este será el relleno que pondremos en el interior de la generosa tortilla de masa de maiz dulce y que envolveremos, en un todo, con hojas de atchira.


y a la olla, en donde el vapor, recocerá al tamal para dejar escapar entre las junturas de las hojas ese perfume único, de tierra pacificada, de melaza apaciguada por el maiz.


Por la estrecha ventana de esta cocina vieja, puedo ver las estrellas que titilan y cuando me abruman los recuerdos de otras navidades, viene hacia mí, despacio con sus pequeños pasos, mi hija.

Y con esa sonrisa clara y sus ojos como espejos nos sentamos a comer estos tamales de nochebuena.

Tan solo nosotros dos, frente a frente, con villancicos de fondo pero sobre todo con esta receta; de mi abuela, de su madre, que pasó sin que nadie la escriba, por todas esas manos, muy parecidas a las nuestras; para que ahora los empujemos con una copa de buen vino y la segura sensación de que nos tenemos el uno al otro. 

LA SUGERENCIA DEL CHEF: si hay suspiros

La hoja seca de eucalipto se mueve, balancea, gira y entra rápida por la puerta entreabierta de mi balcón. 
El viento que recorre las riberas del río, sigue agitando las ramas de los árboles, se viene una tormenta y está todo desolado. 
Las hojas del libro que estaba leyendo se agitan por las ráfagas. Al cerrar la puerta de cristales ahumados, siento el olor ligero y penetrante del final de la tarde y me llena de los recuerdos que he tratado de esconder bajo capas gruesas de placer y risas, vinos y quesos. 

De pronto, me caen encima todos los recuerdos y corro a refugiarme en mi cocina, las nubes oscurecidas, preñadas de lluvia, empiezan a soltar lentamente las heladas gotas de lluvia que golpean por tandadas los vidrios, como tratando de abrir las ventanas. 

Empiezo a buscar en los cajones y las alacenas y aparecen de pronto unas gruesas astillas de palo santo. 
El incienso que crece en los campos de Manabí y que espanta con su humo perfumado a los diablos y los malos recuerdos; así que, a cocinar. 

Con mi hacha de cocina voy reduciendo concienzudamente a astillas finas y aserrín perfumado, la madera amarga. 
Luego, en un sartén hondo, uno o dos vasos de vino blanco y en él, flotando, hirviendo, subiendo y bajando con las burbujas, las astillas. 
El alcohol se calienta rápidamente y se incendia, para así liberar el alma de la madera. Lo dejamos reducir hasta una tercera parte y luego filtramos, este vasito chico de vino amarillento y turbio. 

Aparte en un bol voy batiendo una, dos, tres, hasta siete claras de huevo. 
El ejercicio nada despreciable de merengar las claras hasta ponerlas blanquísimas y densas como nieve solo se interrumpe para en un sartén poner medio kilo de azucar y una taza de agua y llevarlo al fuego fuerte para hacer un jarabe espeso, que también va a parar en el bol de las claras. 

Afuera, la tormenta se ensaña con los rosales del jardín y la noche se demora. 
En el bol, ahora denso y difícil como batir miel, voy soltando poco a poco el vino de palo santo, hasta el punto en el que cada movimiento del brazo levanta una vaharada de olor a iglesia, a rezos. 
Sigo esta ceremonia, este exorcismo particular, llenando una manga pastelera con el merengue y con un ágil movimiento de la muñeca, voy formando rosas sobre una lata de horno. Sigo así hasta llenar dos latas y las meto al horno a una temperatura algo mas que media, durante unos veinte minutos. 
Al abrir la puerta de mi horno, se escapan los deliciosos vapores de la mezcla del suspiro con el palo santo. Los delicados suspiros tienen su superficie dorada y brillante. 
El esfuerzo de la batida, el olor, el tiempo empleado en crear, en sentir y no en pensar, mágicamente han aliviado mi tarde de saudades y han hecho llegar la noche, dulce y tranquilamente. 

Si hay suspiros, pero ya no cargados de recuerdos, si no, como puertas abiertas, como llamados a este buen amor. 

LA SUGERENCIA DEL CHEF: Perros calientes



Las primeras estrellas empezaban a titilar en el cielo claro de verano, apenas una brisa tibia que vaga por los tejados y dentro de la habitación un grito corto, mezcla de quejido y suspiro.
Éramos tres en esa cama, ella y su hermosa boca de labios gruesos y rojos pasaba sin pausa, pero sin prisas de mi lengua embravecida a los mordiscos controlados del chico al que ella había tratado de vendar los ojos atando en su cabeza su braga mínima de encaje negro.

La piel blanca de ella, sus pechos firmes que rebotaban con nuestras embestidas acompasadas y por fin ese grito triple de alivio y redención.
Cuando caímos rendidos sobre las sábanas empapadas del sudor de los tres, empezamos a recorrer el sedoso camino que baja del cuello que olía a vainilla hasta llegar a ese firme melocotón blanco.

Y ahí justo en ese centro efectivo del universo, en medio de las dos generosas parcelas de carne humedecida, el olor.
Ese perfume dulce y caliente, ese aroma que se levanta con el vapor de la refriega, ese olor a carne tibia, ese contundente golpe en la nariz que huele a salchicha hervida.
Ahí tendido sobre la maravilla, extasiado y sudoroso, me detuve largamente a oler ese trasero trabajado en la lujuria de ambos machos.

Y me fui, tambaleando mi hambre de cama hacia la cocina.
Ahí en un sartén poco profundo, y en el agua que se calentaba sobre el fuego dejé caer un par de hojas de laurel fresco, dos o tres clavos de olor y varios granos de pimienta.
Estaba inseguro de si ponerle sal o no, pero recordando el sudor tan gozoso, solté un pellizco de sal marina.

En ese caldo perfumado, puse a hervir un par de salchichas de ternera, blancas y firmes, algo más gordas de lo que acostumbra uno; pero, sin embargo suficientes dentro de su fálica proporción de las formas.
Mientras el agua rompía en burbujas aromáticas la superficie de las salchichas, recuerdo haber abierto por la mitad unas flautas, esas baguettes delgadas y de miga pesada.
Con el mismo cuchillo que sirvió para abrir en justas mitades empecé a aplicar mantequilla en una cara, miel en la opuesta y sobre el dulce dorado, unas cuantas hojas de tomillo.

En la habitación la sesión había comenzado nuevamente, las risas y los suspiros me lo dejaban bien claro. Así que apresurando el paso, en medio del blanco y suave pan, puse la caliente salchicha y sobre ella un poco de aguacate picado y sobre este algo de parmesano molido.

Volví nuevamente a la pelea mientras devorábamos, listos para encontrar en estos abusos de la piel, la receta exacta, el delicado toque que va del placer al amor.

Si, esos eran tiempos de perros calientes. 

LA SUGERENCIA DEL CHEF: levántate y anda


Es lunes y es temprano en la mañana. Un arco certero de la mano al despertador silencia la ronca voz de Tom Waits, tropiezan mis pies con la alfombra; en el sillón, muy ordenado, está mi uniforme de esta mañana, acaricio levemente mi nombre bordado en letras doradas.
Atrás de los cristales oscuros del balcón, me espera la vida gris y fría, esta mañana insulsa y el café, los pedidos, la rutina y subir y bajar.

Escondida entre las sabanas, miro una brillante parcela de carne, casi oculta por los rizos castaños. Me acerco y toco con mis labios la piel bronceada.
Ese ligero toque y mi respiración la han despertado, los ojos grises me sonríen tanto como la boca golosa, gira todo su cuerpo y al caer las sábanas me van mostrando el camino dorado de su espalda.
Con la palma de mi mano voy acariciando esos valles y acaricio levemente los hoyuelos que anuncian los montes firmes de ese trasero caliente.

Agarro una toalla, me la envuelvo en la cintura y me voy a la cocina.
Ahí mientras la llovizna matutina cae perezosa en el jardín y el río se agita en golpes de espuma contra las piedras, saco del refrigerador algo de queso ricota y lo desmenuzo concienzudamente en un bol, le agrego un chorro prudente de miel de abeja y algo de yogurt natural, muy espeso, para darle a la mezcla la consistencia de una pasta ligera.

Saco mi cuchillo y pico la cáscara de una naranja, la agrego. Buscando aquí y allá encontré medio perdida en la alacena, una tableta de chocolate amargo, lo raspo con el filo de mi cuchillo y lo pongo también en el queso.
El vapor de mi café lojano se amontona, sobre la jarra, es el momento. Tomo unas tostadas en miniatura, mi queso siciliano y un par de jarros.

Al llegar a la habitación, ella sigue desnuda y amodorrada. Sirvo un jarro de café oscuro, perfumado, potente y cuando le iba a dar una tostada, el queso siciliano cae directamente sobre su cuello.
Me subo sobre su espalda y lentamente voy entrando, aferrándome con mano ansiosa a su cintura y la otra en su pecho. Y no quiero irme, me quiero quedar para siempre, aun cuando el segundero sigue esa tonta carrera, que me apresura.
Afuera me esperan las flores y los cócteles y el caviar y ese perfume, la langosta, el champagne, las entrevistas y esas ostras imposibles.

Aquí me pierdo dentro de este cuerpo firme, me embriago con este aliento, con el olor que se desprende en vaharadas calientes de vapor que empañan las ventanas.
Me ciego con estos gemidos que se acrecientan con cada estocada, con la mancha de humedad que crece bajo su entrepierna, con el queso siciliano que sigue esparcido en su nuca deliciosa, con su grito ahogado. Con…

Con una sonrisa me dice; levántate y anda. 

LA SUGERENCIA DEL CHEF: las malas lenguas


Cuando se suelta el resorte y salta la pequeña navaja en forma de espuela empieza, para mi, uno de los mas sensuales rituales de la vida.
Lentamente se corta el capuchón y se clava el espiral en el corcho para luego con un breve esfuerzo hacerlo salir sin que gima la botella.
Y se riega en la copa, alegría contenida por un corcho noble.

Así mismo, luego del saqueo nocturno y empapado en sudor, voy hacia el bar a escoger entre los cuellos de vidrio verde, cristal amarillento o rosado; el líquido que acompañe al sabor de esta piel inquieta. Alguna vez en medio de un tránsito de amores y con la cara enterrada entre unos muslos morenos, tomé un descanso y al probar una copa llena a medias con un malbec robusto, mi lengua restalló con el sabor del vino y los sabores más profundos de ese coño enrojecido y depilado.

Al volver con los labios húmedos a besar sus otros, el vino sobre mi lengua la sensibilizó aún mas, si fuera posible y explotó en mi cara mientras sus uñas se clavaban convulsas en mis sábanas y caían goterones de sudor desde la punta firme de sus senos hasta el ombligo vertical.
El resto fue como entrar en la cocina y experimentar. Aprovechar la forma de la copa de flauta para regar con Bollinger del 89 a una rubia pálida y caliente.
El malbec, mientras más argentino mejor, parece ser el maridaje perfecto, nunca mejor dicho para cortar el sabor potente que se esconde profundo entre los muslos morenos y duros.

Hay mujeres deliciosas que van por la vida alegres y ligeras y como ellas es exactamente el chardonnay que enfría la lengua y les brinda esa diferencia de temperaturas de último momento que como un lenguado chaud-froid, se entrega sin secretos, con una honestidad tan brutal que es en si misma un delicado manjar.

Los delirantes resultados de mojar ligeramente un monte abultado, de piel tostada y sabor manabita con unos tragos templados de riesling chileno o la locura desatada por mi lengua impregnada de pernod, anisado donde los haya, cuando hurgaba las interioridades de una mujer mucho mayor que el añejado.

Una copa llena de bruma o paradoja son excelentes opciones. Pero ahora que me encuentro en trance de probar solo delicias; me oculto cada noche (y mañana y tarde, si es posible), entre estos muslos tostados y firmes y en medio de lamidas y sorbos de mi Château L’Evangile Pomerol, voy girándote sobre ti misma y ahí, en el mas opuesto sitio, plantarte mi beso húmedo, mi ansiosa lengua mas que viperina y enterrado en ti proclamar que Bernard Shaw se equivocaba rotundamente cuando dijo que no hay amor mas sincero que el que se siente por la comida. 

LA SUGERENCIA DEL CHEF: Las Bolas


No es que sea una confesión verdadera, de hecho lo he cantado al viento y todo el que me quiere oír sabe que no le encuentro el mas mínimo gusto al fútbol.
Ahora que están meneando gravemente sus cabezas y algunos han cambiado de pagina y dejan de leer irremediablemente, ahora es cuando viene la confesión real.
A mi me gustaría ser un tipo normal. Es decir, me gustaría sentir esa pasión, ese fervor visceral, ese tener que hacer en las tardes tristes de domingo.

Me gustaría poder asistir a almuerzos y no quedarme moviendo tontamente las verduras con mi tenedor, mientras los demás gozan contando las peripecias de una esfera y 22 (¿serán 22? ¿contará como jugador el personaje que se para en el arco?) personas.
Créanme, damas y caballeros, me he obligado a mi mismo a oír programas de radio, partidos, inclusive alguna ve quise ir a un estadio; pero no, definitivamente me perdí en divagaciones y no logré en definitiva, el, vamos a hablar francamente, hallarle el gusto.

No va mas, no me gusta. Prefiero enfocar mis esfuerzos en otras batallas y definitivamente encuentro que hay otros esfuerzos físicos compartidos mucho mas gratificantes y que gritar hasta el paroxismo, es mejor por una buena posición entre sábanas que frente a un televisor y acompañado de algunos energúmenos malolientes a cerveza.
Sin embargo deliro por las formas esféricas. Ese maravilloso centímetro que asoma entre el fin de la camiseta y el comienzo de un pantalón, ese terso nacer de unas nalgas firmes y cantarinas
Ese camino de gotas que abrillantan la piel detrás de esa camiseta mojada en el gimnasio, esas esferas.
Mientras tanto, en una olla profunda voy poniendo algo de aceite, y sobre el, en el: cebolla picada, papas cortadas en cubos gruesos, coles en cuadros pequeños, zanahoria y algo de apio.
Mientras los vegetales empiezan a ponerse tiernos, hiervo algunos verdes y rallo otros crudos, para mezclarlos junto con huevos y manteca de cerdo hasta hacer una masa manejable que no se pegue a las manos.

Tomamos un montón generoso de esta masa y lo rellenamos con arvejas, zanahoria, carne de res, huevo picado y pasas, lo volvemos a cerrar y lo reservamos.
Mientras estas bolas reposan, le añadimos caldo de costilla y maní molido a la olla y esperamos a que se forme una sopa consistente, rica y perfumada con cilantro.

Cuando rompa el hervor y las burbujas empiecen a liberar el olor de los pedazos de carne soltamos una a una las bolas de verde y las dejamos ahí hasta que floten, signo inequívoco de que ya están listas.

Eso mismo, todo junto y servido en platos calientes, y acompañado con un riesling, es todo lo que necesito para sentir que con el perfumado olor de maní y verduras de este caldito e’ bola, absolutamente toda deja de tener importancia y me concentro en esas otras redondeces que hacen mis delicias, mi sustento, mi pecado y mi penitencia. 

LA SUGERENCIA DEL CHEF: La nueva carta

De pronto esta sensación, es ese cansancio que se asienta en los riñones peroq ue al mismo tiempo se agita nervios, inquieto como duende dentro del cerebro, es lo que mi maestro Chef Carmine llamaba dolores de parto, ese crudo instante en el que necesitamos dejar salir todo eso que ha estado madurandose dentro de nosotros, leudandose con el calor de los corajes, aliñandose con cada retozón, cocinar

Y ahora que tengo este deseo supremo, me asalta la idea de un grueso filete de pescado blanco, un picudo puede funcionar perfectamente, al que lo hemos frotado con ajo y sal marina, apenas bañado por unas gotas de aceite y puesto sobre las brasas, para que el hierro al rojo marque hermosas linea tostadas sobre la carne.

Mientras el fuego va cocinando el pescado, en mi piedra de moler voy soltando habas ternísimas, cosechadas cuando apenas engordan las vainas verdes y aterciopeladas, como ligeros pechos en sazón.
Sobre las habas, algo de sal rosada del valle del Chota, esta maravilla perdida, reencontrada por los chefs para volver a sentir ese sabor de tierra y carbón.
Con mi mazo de piedra voy moliendo los granos tiernos y los junto con hojas de menta fresca hasta convertirlos en un puré crudo que vuelvo sedoso con un chorro largo de aceite de oliva, algo de limón y un muy generoso momento de rallar queso parmesano, todo esto para mezclarlo y formar este maravilloso puré, un poco pesto, un poco clamart, que voy poniendo generosamente sobre el filete de picudo que ha salido ya de su lecho de carbón y llamas.

Sobre el plato el pescado, firme, serio como un novio y sobre el, el pesto de habas crudas, que se riega, que se tiende y lo abraza, lo humedece y lo ama.
No esta completo sin unas hojas de mi huerto, asi que tomo unas hojas de rúcola, algunas lechugas en todo caso, nada especial, lo rocio con aceite de oliva (que tal aguacate?) y sal rosa del chota, todo sobre el plato y Voilà.

LA SUGERENCIA DEL CHEF: Afrodisíacos

Desde que el mundo es, esta tropelía de cosas sin sentido, pero es; los hombres hemos mirado a las estrellas (y bajo las piedras, en los mares, dentro de cuanto bicho se arrastra, vuela o sacude) en busca de ese elixir maravilloso, de ese ungüento mágico, del potingue misterioso que devuelva los ardores de la primera juventud. 
Y ahí es cuando el listado empieza y sigue largo como cadena de almas del purgatorio, desde la inocentona coca cola con aspirina, pasando por perfumes con feromonas, que atraen mas moscas que mujeres rendidas, hasta cosas de mas, nunca mejor dicho, alto calibre, como la mosca española o las partes pudendas de algún animal que se considerase cachondo. 

Los que se atiborraban de aguacate, de forma tan sugestiva, vamos y los que se intoxicaban con ostras. Fracaso tras fracaso. Y es que como recordaba, con todo el mal gusto posible, algún filosofo de esquina; “el amor es el único afrodisíaco”, y si. 

Porque disfrutar de la curva pronunciada de la piel de un trasero perfecto y su calor y su olor y su ensoñación, o del húmedo tesoro en medio de unas piernas que llegan hasta el cuello, no es, acéptenlo de una vez, para todos los mortales. Y cuando tienen que apretar los ojos para soñar que están con alguien mas… no hay santa Lucía que valga. 

Y desde que apareció la pastillita azul, el mundo cree que es tomársela y a empujar a la parienta, que la vida es dos días y se acaba; sin embargo no hay nada que aumente el deseo. Dicen que ciertas hierbas del desierto causan estos calores en las cabras, lastimosamente no hay de esas hierbas por estos lares. 

Yo realmente prefiero en un sartén caliente soltar un dado de mantequilla y en el chisporroteante líquido, freír un poco de cebollino, pimiento verde en cubos diminutos y algo de ají rojo muy picante, un puñado o dos de choclo tierno y varios camarones. 
Luego un chorrito de vino blanco y algunas papas picadas muy finas, algo de crema de leche y un poco de achiote para dar color. 
Eso y una tajada de aguacate, es una verdadera delicadeza, que no servirá para calentar a nadie (no se ha probado todavía en cabras… para decepción de algunos) pero lo hago con el encanto de quien hace lo que mejor sabe hacer y eso con una mirada a los ojos de la persona amada es un regalo que tiende la sabana del alma. 

Para todos los demás, los que necesiten ayudas químicas, a lo mejor lo que están buscando no es el santo grial en forma de rombo azul, si no el interruptor entre el yo y mi circunstancia. 

LA SUGERENCIA DEL CHEF: La Sal

“… Y si la sal perdiera su sabor ¿Quién podrá salarla?” El problema es que la sal ya ha perdido su sabor y generación tras generación hemos olvidado a que sabía. 
No es el mismo sabor primigenio, ese sudor de la tierra o lágrima de mar, que solía ser; es mas bien una amalgama extraña de sabores acres y ácidos, que escocen la lengua y malgenian al paladar. 

He escuchado de ciertas tribus que habitan en la amazonia, lejos de cualquier salar, poblaciones que deben encontrar minerales mientras mastican lenta, pausadamente una bola de arcilla de las riveras del río. 
Gentes felices, que mientras saltan y corren en pelota por el jardín de los dioses, deben quemar hasta la ceniza las raíces de los mangles para encontrar algo de sodio que active sus riñones pero también ese sabor, uno de los cinco originales, que es tratado con la festiva alegría de quien recibe una golosina. 

En otro lado y con más ropa trabajan las personas que siguen arrancando la sal de roca de las minas de la sierra. En el Chota, entre las tierras amarillentas y ferruginosas que forman las colinas que bordean los extensos cañaverales, se encuentra Salinas y ahí mismo, alejada de todos y todo, oculta, guardada en secreto se halla la tercera mejor sal natural del mundo y la segunda en calificación por su origen exótico. 

La sal rosa del Chota, que se extrae en unas motas de color rosado profundo, de las pailas en donde hierve el agua que ha lavado durante varios días las rocas y la arcilla que sacan de la tierra, con infinito esfuerzo, los negros que provienen de esos mismos que fueran esclavos en esa tierra. 

Mi abuelo, que recuerda mucho, nos contaba de esos bloques redondos y cristalinos que se cargaban en mulas para llevarlos lejos. 
Y también del fuego crepitante y la paila de bronce. Del calor insoportable dentro de la choza de adobe rojo y techo de bagazo de caña de azúcar, donde las negras espaldas, lustrosas de sudor, hervían la salmuera hasta condensarla en moldes o granearla en largas bateas de madera. 

En esta tarde de inicios de verano, me ha llegado un hermoso pargo, al que relleno con varios puñados de perejil, cebollino y dos o tres hojas de eucalipto y luego cubro prolijamente con laminas de ajo y motas finas de sal rosa del Chota y lo envuelvo en un lienzo limpio. 
En el horno, el pargo en su bandeja va humedeciendo la tela de algodón, que sube y baja con un ritmo constante de respiración, ahí lo dejo durmiendo sus glorias, hasta que yo termine con la mantequilla que he puesto en el sartén de hierro, perejil picado y camarones, un chorro largo de vino blanco y crema de leche para formar una salsa brillante y perfecta que va a bañar el pescado que, tras su fuego y su sombra, sale enjuto y acartonado. 

En la mesa abro la rígida tela tostada y surge, perfumada, desmoronándose, esperando un diente, la carne blanca del pargo, el ajo crocante y el sabor ahumado de la sal. 
¿No es esto felicidad? 

LA SUGERENCIA DEL CHEF: Dia de Difuntos


- Esta colada morada está para morirse! 
- Y que lo diga, dijo el Chef, girándose con una sonrisa.
El cliente cayó desplomado sobre su guagua de pan.

LA SUGERENCIA DEL CHEF: Esos bichos de buen sabor...

En el antiguo Egipto, la figura del escarabajo era divina porque representaba la renovación de todos los días. 
El divino escarabajo empuja con esfuerzo la bola del sol, tal como lo hacen sus prudentes hermanos con las bolas de estiércol que constituyen sus reliquias y su festín. Comida ancestral de nuestros parajes. 

En efecto cuando los habitantes de la tierra encuentran a los cusos, estas larvas de coleópteros, cuando hunden el azadón para cavar en ella, auguran que será un buen año para la cosecha. Como una lejana recordación de los festines abundantes en grasas y proteínas de otros tiempos. 

Permitamos, pues, que aflore nuestro instinto cazador. Antes de cualquier cosa, debemos retirar la cabeza del resto del cuerpo, operación que no esta exenta de riesgos, ya que, el gusano en cuestión esta armado de potentes tenazas corneas que atraviesan fácilmente pieles y pellejos. 

Luego se retira la parte posterior, vale decir el abdomen, frecuentemente lleno de una sustancia negra, brillante y espesa como el petróleo. Estando en estos trances el arrancar las dos filas de patas y los gruesos pelillos que recubren al animal son pasos obligatorios. 

Entonces es la fiesta del sartén en donde junto con cebollas, pimientos, ají, ajo y algo de sal se saltean las blancas y palpitantes larvas, hasta que se tornen doradas y la cebolla se cristalice saltando sonoramente. Desde luego la mejor forma es agregarlo a la manteca de chancho que se calienta en una paila de bronce, junto con el maíz para el tostado. Pero, ahora que en la cama y en la cocina los hombres, estamos de moda, añadir un generoso chorro de cognac y flambearlo; hasta que la grasa forme una salsa cremosa. Arrancará delirantes aplausos de la concurrencia. 
Una vez fritos, los cusos, tienen un potente aroma que recuerda a los chicharrones de gallina, quizás demasiado fuerte para los ubícuos, en estos tiempos, paladares ultra refinados. 


Como casi todas las cosas en la vida, esta comida esta íntimamente relacionada con otra y con las intensas cacerías que se desatan apenas caen las ultimas lluvias de octubre y comienzan los fríos de noviembre. 
En las madrugadas, en medio de la neblina, cientos de personas manotean en el aire congelado, guardando su botín en vibrantes fundas de tela. Se trata del vuelo nupcial de los catzos blancos. Paréntesis suicida-machista (seguir una hembra en celo, nunca ha traído buenos resultados). 

Los escarabajos, que una vez atrapados, se alimentan por una semana con harina de trigo, para forzar la limpieza del sistema digestivo y para que la harina estalle cuando se fríen en aceite caliente dándoles textura y cuerpo a estos insectos cuyo profundo sabor y aroma poco frecuente, suele ser acompañado de maíz tostado y en muchas ocasiones de chiricaldo, este aderezo agridulce con cebollas, tomate, perejil y cilantro, que también suele acompañar a otras presas menores de expediciones de cacería como los churos. 
Ay! Por estas insignificantes partidas de caza, pero, estos tiempos no dan para más. La fauna de ciudad cada vez esta mas cerca de ser leyenda urbana. 
Y en todo caso, lo que si es seguro es que actualmente, este tipo de platillos, solo son cocina para hombres. 


POEMA A CUATRO MANOS (SANDRA MARTÍNEZ Y UN SERVIDOR)


Con pasos de seda me cerca la niebla
y el vaho frio de su aliento enamorado
deja en mi cuello perlas de la noche
¿como tiemblan los sauces y no se inmutan las sombras?
¿como se encanta el viento en las trémulas hojas?
Siempre llueve lejos cuando se ve tras una ventana,
pero en tenues cortinajes, el agua enfría el alma
que sube, cae y se levanta como las gotas que ahora me rodean.
Y es tu abrazo de agua el que me acerca a la vida.

LA SUGERENCIA DEL CHEF: El perejil fresco

En que día perdido en la memoria, bajo que sol, en que misteriosa fase de la luna me llevaron frente al fogón de leña.
No había nada complicado, sin embargo, ahí estaban todos los sabores y algo mas. Eran papas chauchas, recién cosechadas, oscuras todavía de la tierra negra donde habían dormido un invierno, perdidas en alguna esquina de los huertos.
Habían cebollas largas y chalotes en flor, llegaron dientes de ajo, todavía húmedos del rocío mañanero. Tenía varias mazorcas envueltas en las innumerables hojas que cubrían los granos de leche.

De los gallineros llegaron huevos calientes todavía pero sobre todo, inundándolo todo con su aroma acre, con la frescura de selva recién talada, de pared de adobe mojada en la mañana, el perejil.

¿Que era esta hoja verde y afilada? ¿De que forma me embriagaba hasta no poder mas?
Me enamoró su aroma masculino, su impertérrita condición de condimento y verdura. Su abundancia.

Mi madre me sentó en algún rincón de la cocina y mientras sacaba una tras otra las papas hervidas en agua con sal en grano, me iba contando no se que disparatada historia de aparecidos, de duendes jubilosos que se escondían entre los arbustos de la quinta.
Nada me interesaba como ese olor, y la misteriosa apariencia de la piel de las papas que se iban secando y cubriendo de una capa blanquecina de sal sin dejar de oler a tierra recién llovida.

Una tras otra, iban a parar en un sartén venerable, con demasiadas fiestas bailadas sobre las brasas y una barriga delgada con un agujero o dos que atestiguaban que las batallas habían pasado. Sobre las papas manteca de cerdo, cebolla larga picada delgadita con la flor de la cebolla desgranada mientras madre seguía con el cuento de duendes y almas.
Cuando todo chisporroteba con alegría y perfume, iba soltando uno, dos hasta cinco dientes de ajo macho, redondeados y únicos como trompos de marfil. Y todo se levantaba, una vaharada impresionante, el espíritu mismo de cada ingrediente, que se enroscaba por los focos, los cuadros, los cuerpos, las almas.

Muy rápido iba rompiendo los huevos sobre la fritura y los revolvía sin dejar que se sequen, para que sea salsa y cuerpo del plato.
Para terminar todo con puñados incontables de perejil que habíamos arrancado de los caminos de las huertas.

Y mientras de la radio empolvada salía un albazo me ponía en las piernas un plato de loza desconchada pintado con claveles rojos lleno de papas revueltas con huevo y una mazorca de choclo asada en las brasas y frotada con mantequilla y sal. Y empezaba el lento ritual del jugo de moras.

Que olor! Que sacramento de la carne! Que santificación de lo cotidiano. Que maravillosa la luz que se filtra a través de las hojas del maíz y el sol tibio de la tarde.
Como si por la maravilla de lo simple se pudiera glorificar, como los capulíes gordos que se recostaban entre la pelusilla de los duraznos de los arboles del jardín junto a los taxos y las granadillas. O las rosas de castilla que chupaban ansiosas el agua fresca del pozo mientras cabeceaban metidas en botellas verdes del vino de alguna fiesta pasada.

Y el cantar bajito de la madre y los pasillos y los albazos, todo eso, pero mas todavía.. Mucho mas.

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Carlos Fuentes

Carlos Fuentes
Chef ejecutivo, hizo sus estudios en Francia. Ha trabajado en Europa, en Estados Unidos, Panamá y Ecuador.